Propiedad intelectual: más que una cuestión de terminología

Columna publicada en El Mercurio Legal
Lunes 27 de abril de 2015
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Como todos los años, cada 26 de abril se celebra el “Día Mundial de la Propiedad Intelectual”, fecha que concita a los actores de los ámbitos público y privado vinculados con esta área, la que sin embargo envuelve una idea difusa acerca de su real contenido. Ello, porque dicho concepto involucra mucho más que lo usualmente entendido, al menos en nuestro medio, en donde la propiedad intelectual es concebida simplemente como sinónimo del derecho de autor y los derechos conexos a éste en favor de artistas, ejecutantes, intérpretes, productores de fonogramas y organismos de radiodifusión y televisión.

Sin embargo, ya desde el año 1893, cuando se constituyeron las Oficinas Internacionales Reunidas para la Protección de la Propiedad Intelectual (BIRPI en su sigla en francés) —entidad predecesora de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI)—, el término “propiedad intelectual” involucra conjuntamente tanto al “derecho de autor” y derechos conexos, como la “propiedad industrial”, siendo esta última la denominación que engloba las manifestaciones del intelecto protegibles en el ámbito de la industria y los signos distintivos en el comercio, que según sus características propias reciben el nombre de invenciones, modelos de utilidad, diseños y dibujos industriales, variedades vegetales, marcas, indicaciones geográficas y denominaciones de origen, entre otros.

Se advierte entonces que en nuestro sistema local se confunde la especie (derecho de autor) con su género (propiedad intelectual), problemática que no es sólo de orden semántico, sino que conduce a una desinteligencia perenne en todos los niveles, tanto gubernamental y de políticas públicas, como sector privado. Seguramente gran parte de los lectores de esta columna también se han visto envueltos en la misma confusión, enraizada desde antaño en nuestro medio. No cabe duda que los expertos de ciertas áreas de la industria, los funcionarios públicos del ramo y los negociadores de acuerdos comerciales han de tener claramente definidos los alcances de la materia que nos ocupa, pero las ideas, propuestas y proyectos de futuro no dependen ni nacen únicamente de los personeros de turno. Saludable sería entonces adaptarnos de una vez por todas a lo que el mundo entero entiende por “propiedad intelectual” desde hace ya más de 120 años.

Cada vez que surgen noticias en que se menciona el concepto de propiedad intelectual, éstas se refieren a cuestiones vinculadas con problemáticas o infracciones relativas a libros, música o películas. Otro tanto sucede con la información de incumplimientos de compromisos internacionales concernientes a la propiedad intelectual, siendo un botón muestra la llamada Priority Watch List o “lista roja” elaborada por la Oficina de Representación de Comercio Exterior (USTR) de los EE.UU. y que suele publicarse todos los años en esta época. Más allá de los reparos que podamos formular a la constante e inicua inclusión de nuestro país en dicha lista —que es otro asunto—, lo pertinente aquí es el uso correcto del término propiedad intelectual, no sólo en dicha nómina, sino a nivel comparado y en la terminología de los tratados internacionales y acuerdos de libre comercio. ¿Por qué entonces nosotros no adecuamos los conceptos?

Insuficiente resulta reeducar cada vez que se produce un cambio de gobierno o suponer que la cátedra o la difusión lograrán erradicar equívocos latamente arraigados, cuando la raíz del problema está enquistada nada menos que en el propio título de una ley, que peca de exceso y soberbia semántica. La solución pasa aquí inevitablemente por la modificación de todas aquellas denominaciones equívocas de rango normativo: en primer lugar, la ley 17.336, que lleva por título “Propiedad Intelectual”, debiera denominarse más propiamente “Ley de Derecho de Autor y Derechos Conexos”, cual es su único contenido. Otro tanto correspondería hacer con su reglamento de ejecución contenido en el D.S. N° 277, de 2013, de Educación, y también con el mal llamado “Registro de la Propiedad Intelectual”, regulado por la ley y reglamento antes citados, que no es otra cosa que un registro de obras protegidas por el derecho de autor. Más aún, la repartición a cargo de dicho registro se denomina, también sobredimensionadamente, “Departamento de Derechos Intelectuales” (DDI), cuyas funciones registrales —relevantes por cierto— quedan exiguas ante tamaño rótulo. Un gran aporte harían entonces las autoridades vinculadas al derecho de autor (Ministerio de Educación, DIBAM y DDI) en promover un proyecto de ley en tal sentido, aunque la problemática también interesa, y en cierto modo afecta, a otras secretarías de Estado relacionadas también con la propiedad intelectual en su sentido amplio, a saber, Economía (INAPI), Agricultura (SAG) y Relaciones Exteriores (Direcon). Notable resulta constatar que la dirección electrónica de Internet en .CL correspondiente a “propiedadintelectual” dirige únicamente al sitio web del mencionado Departamento de Derechos Intelectuales, dependiente de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (DIBAM).

Corrigiendo los errores anotados, el término propiedad intelectual ya no estaría adosado a ninguna ley, registro u organismo de competencias limitadas, pudiendo entonces recuperar su sentido y contenido originarios de los que ha sido despojado hasta ahora en nuestro sistema. Paulatinamente, el concepto dejaría de ser, para la sociedad, una reserva de los artistas y la industria relacionada, recuperando su esencia como sistema mayor que protege y fomenta la creatividad humana como motor de desarrollo de las personas y de las naciones.

Esta última es, pues, la finalidad de la instauración del “Día Mundial de la Propiedad Intelectual” desde el año 2001, cuya fecha elegida conmemora la entrada en vigencia del Convenio de la OMPI en 1970: un llamado de atención, un recordatorio, que la propiedad intelectual nos interesa a todos y nos rodea en el diario vivir, pues mientras la tecnología, en todos sus campos de acción, eleva nuestra calidad de vida, las obras literarias y artísticas nutren nuestro espíritu.